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El Consejero, cuento para navidad

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Se acerca la Navidad, época de recogimiento, de regocijo y, también, de olvidar un poco los avatares diarios que nos trae la vida. Hoy quiero que se olviden de todo y que reciban, queridos lectores, este cuento como un regalo de Navidad. Que lo disfruten.

Treinta y ocho personas pensando en qué escribir para ganar el concurso de cuento de mi salón. Yo aún no tenía idea de cuál habría de ser mi historia. De repente, apareció  en mi cuarto una sombra que no era mi sombra. Grande, gorda, se podía distinguir en ella una larga barba, un gorro similar al de las piyamas de los abuelos de los cuentos, una enorme barriga y un gigante bolso que me hizo pensar que era un ladrón.

ConsejeroEstaba sola maquinando en mi cabeza cómo ganaría el concurso. Tuve miedo, mi piel parecía de pollo y aunque el día era caluroso, no lo era tanto para producir toneladas de sudor que fueron las que salieron de mi cuerpo. Saqué valentía no sé de dónde, me levanté de mi silla y me acerqué a aquella sombra que de inmediato cambió de sitio. Volví mi mirada hacia su nuevo lugar y el enfado reemplazó al miedo.

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Las paredes blancas de mi habitación contrastaban con aquella figura inesperada. Su color se transformó y ni el blanco de las nubes de un hermoso día de verano era más hermoso. Me aterré y por un momento sentí que era un sueño, pero no, realmente estaba pasando. Quise empujar a esa figura y salir corriendo en busca de ayuda.

Al parecer, y eso lo pienso ahora, ese personaje podía hasta leer mis pensamientos. Dejó de ser sombra y se personificó de una manera espectacular, increíble, mágica. No tuve miedo. Mis lágrimas fueron de alegría.

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– ¿Te has portado bien este año?, me dijo con una sonrisa en sus labios.

– ¿Qué haces tú aquí? ¡No hemos acabado ni siquiera el mes de octubre y no entiendo la razón de tu presencia!

Guardó silencio y me miró tratando de encontrar la respuesta a aquella pregunta que de seguro ya conocía. No tuve más remedio que decirle la verdad.

– A veces contesto mal, no hago las tareas, me pongo de mal genio, tengo mi cuarto desordenado, como y hablo en clase, no tiendo mi cama, no guardo mi ropa, no hago caso, etc., etc., etc., pero, en términos generales, me he portado bien.

– Jo, jo, jo… ¿Y eso es portarse bien? ¿Todavía quieres esos regalos que pides todos lo días del año a mis buenos amigos los enanos del Polo Norte?

– ¿Qué le ves de malo?, todos los niños de mi edad, los de once o los de doce, y los de ocho o nueve, hacen esas cosas y, sin embargo, en Navidad, reciben cantidades de regalos. ¿O es que soy la única que observas durante todo el año?

– Efectivamente, contestas bastante mal y tu genio no es el mejor. Por lo que veo, tu cama más bien parece un ropero; y tu clóset, tu cuarto de San Alejo. En cuanto a los etcéteras, no te preocupes que los conozco todos desde hace mucho tiempo.

– ¡Me asustas, me desconcentras, me impides escribir un cuento que necesito y fuera de eso me regañas por semejantes tonterías!

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Consejero

Creo que ahí me pasé de bravucona. El viejo Santa no dijo una sola palabra y lo que hizo fue descargar su bolso, quitarse su gorra y desabrocharse un poco su abrigo. Se sentó con un poco de dificultad sobre la ropa que tenía encima de mi cama y con su dedo índice envuelto en unos impecables guantes blancos, me señaló para que me acercara a él. Así lo hice, y cuando estaba muy cerca, me abrazó, me sentó dulce y suavemente en sus rodillas, acarició mi cabeza y me dijo con su apacible voz:

– Si los problemas de todos los niños del mundo fueran como los tuyos, jamás en mi larga vida hubiera derramado una lágrima de dolor. He recorrido el mundo miles de veces y en cada lugar hay niños como tú, pero también hay quienes no tienen siquiera una cama, no hacen tareas porque no estudian sino que deben trabajar para poder comer cualquier cosa; de la ropa ni hablar, porque algunos deambulan por las calles casi desnudos y hay quienes tienen alguna prenda rota, sucia, maloliente que no los abriga. Hay niños que mueren enfermos, desnutridos, de hambre, de física hambre. Hay injusticias con ellos, violencia, golpes, maltratos.

Tú te quejas de las cosas simples de la vida y por eso estoy hoy aquí. Porque quiero que reflexiones sobre lo que tienes y también sobre lo que no tienes. Porque tus problemas son insignificantes y tú los magnificas. No se pueden comparar con los que te estoy contando.

Tu trabajo ahora es estudiar, responder por tus pequeñas obligaciones que para ti pueden ser gigantes pero que realmente lo que hacen es ofrecerte enseñanzas para tu vida. No vine a regañarte. Sabes que somos amigos pero los reales amigos son quienes nos hacen ver nuestros errores. Sólo vine para poder hablar sin el agite y la velocidad de la Navidad, para que mientras llega, te hables a ti misma y te respondas si todas las veces haces lo correcto o no. Equivócate, todos lo hacemos, pero cuando lo hagas, acepta tus errores y enmiéndalos.

– ¿Por qué nunca antes me habías hablado de esta forma?, le pregunté algo sorprendida.

– Porque ahora tienes la edad para comprender mejor las cosas. Tú y yo nos volveremos a encontrar y ya no hablaremos de camas mal tendidas o sin tender, o de ropa, o de tareas, o de juguetes. Hablaremos, cuando sea el momento, de problemas que tendrás que solucionar con más esfuerzo que ahora, de cosas que la vida te dará y que no te dará. Pero esta es la época para la solución de los que te preocupan. Tú sabes la respuesta.

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Luego de ese diálogo me levanté de sus rodillas, caminé hacia mi escritorio y me senté en la silla. Cuando di la vuelta, mi cama estaba vacía y solamente una hoja blanca reposaba sobre mi almohada. Volví a levantarme, me dirigí hacia aquel papel, lo desdoblé y lo leí:

“Ya tengo tu lista de regalos”.

Volví a mi silla y empecé a escribir.

Creo que esta historia nadie me la va a creer. Lo que importa es lo que realmente crea ahora.

No es un cuento. Es la realidad. Es la vida.

Apagué mi computador, pasé al comedor, empecé a cenar, terminé, y cuando volví a mi cuarto, había un protector de pantalla que por arte de magia también había aparecido. Decía fin.

Por
Mauricio Galindo Santofimio

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